UNA HISTORIA DE MILAGROS
Tres
personas iban caminando por la vereda de un bosque: un sabio con fama
de hacer milagros, un poderoso terrateniente del lugar y, por detrás
de ellos y escuchando la conversación, iba un joven estudiante,
alumno del sabio. Fue entonces cuando el terrateniente, dirigiéndose
al sabio, dijo:
- Me
han dicho en el pueblo que eres una persona muy poderosa y que
incluso puedes hacer milagros.
- Soy
una persona vieja y cansada... ¿Cómo crees que podría hacer
milagros?
- Me
han dicho que sanas a los enfermos, haces ver a los ciegos y vuelves
cuerdos a los locos... Esos milagros solo los puede hacer alguien
muy poderoso.
- ¿Te
referías a eso?
- Tú
lo has dicho.
- Esos
milagros solo los puede hacer alguien muy poderoso, no un viejo como
yo. Esos milagros los hace Dios; yo solo pido que se conceda un
favor para el enfermo, o para el ciego, y todo el que tenga fe
suficiente en Dios puede hacer lo mismo.
- Yo
quiero tener la misma fe para poder realizar los milagros que tú
haces. Muéstrame un milagro para poder creer en tu Dios.
Ante
la insistencia de aquel hombre poderoso, el sabio aceptó mostrarle
tres milagros. Y así, con la mirada serena y sin hacer ningún
movimiento, le preguntó:
- ¿Esta
mañana volvió a salir el sol?
- Sí;
claro que sí!
- Pues
ahí tienes un milagro. El milagro de la luz.
- No;
yo quiero ver un verdadero milagro: oculta el sol, saca agua de una
piedra... mira, hay un conejo herido junto a la vereda; tócalo y
sana sus heridas.
- ¿Quieres
un verdadero milagro? ¿No es verdad que tu esposa acaba de dar a
luz hace algunos días?
- ¡Sí!
Fue varón y es mi primogénito.
- Ahí
tienes el segundo milagro. El milagro de la vida.
- Sabio,
tú no me entiendes; quiero ver un verdadero milagro.
- ¿Acaso
no estamos en tiempo de cosecha? ¿No hay trigo y sorgo donde hace
algunos meses solo había tierra?
- Sí;
igual que todos los años.
- Pues
ahí tienes el tercer milagro.
- Creo
que no me he explicado. Lo que yo quiero...
Sus
palabras fueron cortadas por el sabio, quien convencido de la
obstinación de aquel hombre y seguro de no poder hacerle comprender
la maravilla que existe en todo aquello que le había mostrado,
señaló:
- Te
has explicado bien; yo ya hice todo lo que podía hacer por ti. Si
lo que encontraste no es lo que buscabas, lamento desilusionarte; yo
he hecho todo lo que podía hacer.
Dicho
esto, el poderoso terrateniente se retiró, muy desilusionado, por no
haber encontrado lo que buscaba. El sabio y su alumno se quedaron
parados en la vereda.
Cuando el poderoso terrateniente ya estaba
lejos como para ver lo que éstos hacían, el sabio se dirigió a la
orilla de la vereda, tomó al conejo, sopló sobre él y sus heridas
quedaron curadas; el alumno estaba algo desconcertado:
- Maestro,
te he visto hacer milagros como éste casi todos los días, ¿por
qué te negaste a mostrarle uno al caballero? ¿Por qué lo haces
ahora que no puede verlo?
- Lo
que él buscaba no era un milagro, sino un espectáculo. Le mostré
tres milagros y no pudo verlos. Para ser rey primero hay que ser
príncipe, para ser maestro primero hay que ser alumno... No puedes
pedir grandes milagros si no has aprendido a valorar los pequeños
milagros que se te muestran día a día.
El
día que aprendas a reconocer a Dios en todas las pequeñas cosas que
ocurren en tu vida, ese día comprenderás que no necesitas más
milagros que los que Dios te da todos los días sin que tú se los
hayas pedido. Todos los días suceden milagros, tener vida es uno de
ellos...